Poéticamente podríamos decir que el vino es un producto de la suma de la generosidad de la tierra, la complicidad del clima y el trabajo entusiasta del hombre.
La vid es una planta capaz de introducir las raíces a grandes profundidades, si el suelo se lo permite. Ahí buscara nutrientes y agua que le permita pasar los rigores del verano. La orientación del terreno y su inclinación también afectan a la insolación y por tanto, a la maduración de la uva.
Como todas las plantas, la vid, depende mucho de su entorno, siendo los factores del suelo y el clima, determinantes y altamente influyentes en la producción y cultivo de las uvas para la elaboración del producto final: el vino.
Consecuentemente la climatología incide de manera decisiva, todo viticultor teme las heladas primaverales, la extrema sequía, las lluvias tardías antes de la vendimia que dificultan la maduración y propician las enfermedades. Todos estos factores climatológicos que varían de un año a otro, de una cosecha a otra, dan origen al concepto de añada.
Por último el hombre actúa tanto en las labores culturales (podas, tratamientos, desherbados, etc.) como en el proceso de elaboración.
La intervención humana es imprescindible en el proceso de elaboración, ya que, la mejor uva se convertiría en el peor de los vinagres, si el hombre no orienta, dirige y controla las transformaciones que tienen lugar en la fermentación y crianza del vino. Sin embargo, el 90% de un vino, se fundamenta en la uva de la que procede. La labor de un buen enólogo será que una uva excepcional dé lugar a un vino excepcional, pero lo que nunca conseguirá es que de una uva mediocre se obtenga un vino notable.
Todos estos factores hacen patente la frase de que “el vino se elabora y no se fabrica. Es único, irrepetible y cambiante, no hay dos iguales”. Así pues, el mismo vino de una cosecha a otra puede sufrir variaciones apreciables, que hacen que determinadas añadas sean mejores que otras y viceversa.
Siguiendo una línea argumental más científica diremos que el vino es un producto que se obtiene a partir de la fermentación del zumo de uva (mosto). Los zumos contienen de un 15 a un 20% de glucosa y fructuosa, que por acción de levaduras silvestres, son transformadas en alcohol etílico y CO². En este proceso de fermentación el alcohol alcanza concentraciones de un volumen del 7 al 15% o incluso superiores (graduación alcohólica del vino).
En este proceso de elaboración se añaden a los mostos sustancias tales como ácido tartárico, málico, dióxido de azufre (sulfitos) y taninos, así como otras, que impiden el desarrollo de los microorganismos indeseables que se hallan en los mostos.
El vino obtenido se deposita en grandes toneles para que se clarifique, sedimente y madure. Los cambios que sufre durante este período de envejecimiento se deben principalmente a la acción de ciertas enzimas, así como al efecto de complejos procesos fisicoquímicos.
El sabor y aroma del vino dependen del origen y calidad del mosto con que se ha elaborado y de las levaduras que han intervenido en el proceso de fermentación y vinificación.
Para obtener vinos blancos se emplean determinadas variedades de uva de las cuales sus mostos se hacen fermentar separadamente de las semillas y hollejos (materia sólida que queda después del prensado de la uva); mientras que los vinos tintos se obtienen también a partir de determinadas variedades de uva pero, al contrario que los blancos, haciendo fermentar sus mostos con sus respectivos hollejos y semillas.
En lo referente a los vinos rosados o claretes, estos se obtienen dejando fermentar el mosto con los hollejos y semillas, durante un período de tiempo corto, inferior al de los vinos tintos, de ahí que sean más oscuros que los blancos y más claros que los tintos.